Al niño le gustaba subir a aquel monte contemplando, en el camino, las frágiles florecillas que como pequeños milagros crecían entre las rocas. Una vez arriba se sentaba sobre una peña y miraba. Solo eso hacía.
Aquel paisaje es ahora, cincuenta años después la meditación tenía una especial intensidad aquella noche. Estaba dispuesto a llegar a la negación final, definitiva, de todo lo conocido para, se suponía, aunque tampoco me lo planteaba como una meta definida, arribar a lo desconocido.
Como era lógico, solo negando el yo era posible ir más allá.
Observaba mis pensamientos y al mirarlos más y más profundamente se disolvían.
De pronto, aquel silencio, aquella nada lo llenó todo.
Un pensamiento clamó en ese mismo instante:
¡Esto es una locura! ¡Qué será de mí a partir de ahora!
No sé qué ha sido de aquel niño.
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